Los primeros años de vida provocaron en mí el gusto por la aventura. Mi padre no sabía explicar muy bien el por qué de la existencia, y siempre se cambiaba de trabajo, de mujer y de ciudad. La característica más marcada de mi padre era el cambio. Se autoproclamaba filósofo sin libros, con una única fortuna: el pensamiento. Yo, al principio, creía que mi padre era sólo un hombre amargado por haber sido abandonado por mi madre cuando yo era un niño. Vivíamos en ese tiempo en la calle Ramiro Barcelos, en Porto Alegre; mi padre me sacaba a pasear todas las mañanas por la plaza Júlio de Castilhos y me enseñaba el nombre de los árboles. Yo no me conformaba con saber sólo los nombres, quería saber las características de cada vegetal, de qué lugar venía. Él me decía que el mundo no eran sólo esas plantas, sino que también eran las personas que pasaban y las que se quedaban y que cada uno tiene un drama personal. Yo le pedía que me cargara en sus brazos. Él me hacía caso y silvaba una canción medieval que afirmaba era su preferida. En los brazos de él, yo balbuceaba unos pensamientos peligrosos:
- ¿Cuándo te vas a morir?
- No te voy a dejar solo, hijo.
Me hablaba visiblemente emocionado y decía que antes me iba a enseñar a leer y escribir. Le gustaba comportarse como si yo no supiera lo que pasaba. Para qué leer –le preguntaba. Para describir la forma de este arbol –respondía un tanto irritado con mi pregunta. Pero luego se calmaba.
- Cuando aprendas a leer vas a poseer, de alguna forma, todas las cosas, incluso a ti mismo.
Hacia el final de 1969, mi padre se fue preso al interior de Paraná. (Dicen que le pasaba armas a un grupo de no sé qué tipo). Tenía en esa época una casa de caza y pesca en Ponta Grossa y ya no me llevaba a pasear.
Hacia el final de 1969, mi padre se fue preso al interior de Paraná. (Dicen que le pasaba armas a un grupo de no sé qué tipo). Tenía en esa época una casa de caza y pesca en Ponta Grossa y ya no me llevaba a pasear.
El día que él fue arrestado, una vecina de piel muy clara me sacó de mi hogar y me dijo que pasaría unos días en su casa, mientra mi padre estaba de viaje. No le creí, pero hice como si le creyese, porque es lo que le conviene a los niños. ¿Porque qué hubiese pasado si yo le decía que eso era mentira? ¿Qué hacer con un niño que sabe la verdad?
Me pusieron en un internado al interior de San Pablo. El Cura Director me miró y afirmó que ahí yo sería feliz.
- No me gusta este lugar
- Te acostumbrarás y hasta te va a gustar.
Los compañeros me enseñaron a jugar fútbol, a masturbarme, a robar comida de los Curas. Tenía una erección y se las mostraba. Mostraba también las manzanas y los dulces de los robos. Hablaba de mi padre. Uno de ellos me odiaba. Mi padre fue asesinado, me decía, con odio en los ojos. Mi papá era bandido, contaba él, con el corazón acelerado.
Yo me callaba. Es que había cosas que él decía sobre mi padre que presumían un conocimiento que yo no tenía. Llegó una carta de él. Pero el Director no dejó que la leyera; me llamó a su escritorio y me contó que mi padre estaba bien.
- Él está bien.
Agradecí, como lo hacía normalmente cuando tenía algún tipo de contacto con el Director, y salí murmurando:
- Él está bien.
El niño que me odiaba se acercó y dijo que a su padre le habían puesto diecesiete tiros.
En las clases de religión el Padre Amancio nos enseña a rezar el rosario y a repetir plegarias.
- Salve María –él exclamaba al principio de la clase.
- Salve María –repetían los alumnos al unísono.
Cuando crecí mi padre me vino a buscar. Él estaba sin un brazo. El Cura Director, entonces, me preguntó:
- ¿Quieres irte?
Miré a mi padre y le dije que yo ya sabía leer y escribir.
- Entonces un día sabrás todo –dijo.
Cuando nos fuimos, el niño que me odiaba se quedó mirándome desde la puerta del Colegio. Él estaba con su uniforme bien lavado y planchado.
En la carretera hacia San Pablo paramos en un restaurante. Pedí un cognac y mi padre no se espantó. Leía un diario.
Ya en San Pablo fuimos a una habitación donde no recibíamos visitas.
- Vamos a Río –dijo mi padre, sentado en la cama con el brazo que le quedaba apoyado sobre las piernas.
En Río fuimos a un departamento que quedaba en la Avenida Atlántica. De unos amigos, dijo él. Pero aunque el departamento estuviese amueblado, siempre estaba vacío, no iba nadie.
- Quiero saber –le dije a mi padre.
- Puede ser peligroso –contestó.
Apagué el televisor dispuesto a escuchar. Pero él dijo que no. Es muy pronto todavía. Para ese entonces, ya había perdido la capacidad de llorar.
Intenté olvidar. Mi padre me puso en un Colegio en Copacabana y comencé a crecer como tantos adolescentes en Río. Me acostaba con la empleada de Alfredo, un amigo del colegio, y, en la playa, a veces tenía que sentarme porque era común tener erecciones a vista de todos. Fingía, entonces, que observaba el mar, la performance de cualquier surfista.
No me gustaba constatar lo mucho que me molestaban algunas cosas. Pero mi padre desapareció nuevamente. Me quedé solo en el departamento de Avenida Atlántica sin que nadie lo supiera. Y yo ya me había acostumbrado al misterio de ese departamento. Ya no quería saber a quién pertenecía, porque vivía solo. El secreto alimentaba mi silencio. Y yo necesitaba de ese silencio para seguir ahí. Ah, me olvidé de decir que mi padre había dejado dinero en un cofre. Ese dinero fue suficiente para siete meses. Gastaba poco e intentaba no pensar sobre qué pasaría una vez que se terminara. Sabía que estaba solo, viviendo de un dinero que se acababa, pero era necesario preservar la libertad de los jóvenes de mi edad, y falsificar la firma del padre sin remordimientos frente a cada exigencia del colegio.
La limpieza del departamento no me importaba. Estaba sucio. Muy sucio. Pasaba tan poco en casa que no le daba importancia a la mugre, a las sábanas inmundas. Tenía buenos amigos en el colegio, dos o tres amigas que dejaban que les metiera mano donde yo quisiera.
Pero el dinero se había terminado y yo estaba caminando por la Avenida Nossa Senhora de Copacabana, una tarde noche, cuando noté a un grupo de muchachos parados en la esquina de la Barra de Ipanema, apoyados en un auto y enrollando un papelillo. Cuando pasé, ellos me ofrecieron. ¿Una fumada? Acepté. Uno de ellos me dijo mira, no te lo pierdas, amigo. Miré hacia donde habían apuntado y vi un Mercedes parado en la esquina con un hombre de unos treinta años adentro. Anda, me dijeron y empujaron. Y fui.
- ¿Quieres entrar? –me dijo el hombre.
Pensé en que lo había comido todo y que andaba sin dinero.
-Trescientos –dije.
Él abrió la puerta y me dijo que entrara, el auto subió la calle Niemeyer, y no había nadie en el cerro donde el hombre paró. Un casette tocaba música clásica, creo, y el hombre me dijo que era de San Pablo. Me ofreció un cigarro, un chicle y comenzó a sacarme la ropa. Pedí el dinero y me dio 3 billetes de cien nuevos. Desnudo, él se acercó a mí y comenzó a morderme como queriendo dejarme marcas, casi me saco un pedazo de la boca. Yo tenía un buen físico y eso lo excitaba, lo dejaba loco. El casette ya se había terminado y se escuchaba sólo un grillo.
- Vamos –dijo el hombre, encendiendo el auto.
Yo había disfrutado y necesitaba limpiarme con la ropa interior.
Al día siguiente mi padre volvió; apareció en la puerta, muy flaco y sin dos dientes.
Le conté:
- Ayer resolvi prostituirme, fui con un hombre a cambio de trescientos mangos.
Mi padre me miró sin sorpresas y dijo que intentara hacer otra historia con mi vida.
- Vine para morir. Mi muerte será cubierta por los diarios, la policía me odia, hace años que me busca. Van a descubrirte, pero no des ninguna declaración, di que no sabes nada. Lo que es, además, verdad.
- ¿Y si me torturan? – pregunté
- Eres menor y ellos necesitan evitar escándalos.
Fui hacia la ventana pensando que iba a reventar en lágrimas, pero sólo conseguí quedarme mirando el mar, sintiendo que necesitaba hacer algo urgentemente. Di vuelta la cabeza y vi que mi padre dormía. Sin embargo, no fue eso lo que pensé: pensé que él ya estaba muerto y corrí para sentir su pulso.
Aún estaba con vida. Necesito hacer algo urgente, repetía mi cabeza. Es que no me gustaba haber ido con el hombre la noche anterior, mi padre iba a morir y yo no tenía ni un puto centavo. ¿Cómo iba a sobrevivir? Entonces pensé en denunciar a mi padre, para que los diarios me recibieran y así conseguir casa y comida en algún orfanato, o en la casa de alguna familia. Pero no, eso no lo hice porque quería a mi padre y no estaba interesado en vivir en un orfanato ni con una familia desconocida. Sentía pena por mi padre acostado en el sofá, durmiendo y tan débil. Necesitaba comunicarme con alguien, contar lo que estaba pasando. ¿Pero a quién?
Comencé a faltar a clases y me quedaba caminando por la playa, pensando qué hacer con mi padre que se quedaba en casa durmiendo, feo y viejo. Y yo no había conseguido ni un puto centavo. Menos mal que tenía un amigo vendedor en los carritos de la Geneal que me regalaba unos Cachorro-Quente. Le decía que le pusiera bastanta mostaza, que calentara bien el pan, que le pusiera harta salsa. Me obecedía como si quisiera que me fuera bien. Pero no podía, no conseguía contarle lo que me estaba pasando. Sólo hablaba con él sobre el culo de las mujeres o alguna cicatriz en el estómago. Es cesárea, me decía. Y yo fingía que nunca había escuchado hablar de cesárea para que aumentara su placer de enseñarme sobre la cesárea. Un día me preguntó:
- ¿Tienes hermanos?
Respondí que tenía siete.
- ¿Un cabrón tu padre, eh?
Me demoré en contestarle. Tal vez era la ocasión de contarle todo, admitir que necesitaba ayuda. ¿Pero qué podía ofrecerme un vendedor de la Geneal salvo ir donde la policía y contarles? Entonces me callé y me fuí.
Cuando llegué a mi casa entendí que mi padre era un moribundo. Él ya no se acordaba de nada, tenía espasmos, se le doblaba la lengua y yo lo ayudaba. El departamento, en esa época, tenía un mal olor, como a podrido. Pero esta vez me dio lo mismo todo y comencé a ayudarlo. Le levanté la cabeza, e intenté acostarme con él.
-¿Qué estás sintiendo?
- Ya no siento nada –respondió.
- ¿Duele?
- Ya no siento ningún dolor.
De vez en cuando le traía un Cachorro-quente que mi amigo de la Geneal me daba, pero mi padre devolvía cualquier cosa y expulsaba los pedazos de pan y salchicha por el borde de la boca. Una de esas veces en que yo le limpiaba los restos de pan y salchicha de su boca, sonó el timbre. Fui a abrir la puerta con mucho miedo, con el paño todavía en la mano. Era Alfredito.
- La Directora quiere saber por qué nunca más fuiste al colegio. – me preguntó.
Entró y le dije que estaba enfermo, con la garganta inflamada, pero que volvería al colegio al día siguiente porque ya casi me había mejorado. Alfredito sintió el mal olor de la casa, estoy seguro, pero hizo como si nada pasara.
Cuando se sentó en el sofá noté la cantidad de polvo que había y cómo Alfredito se sentaba con sumo cuidado, como si el sofá se fuera a abrir, pero él fingía y hacía como si todo estuviese normal, ni la barata que bajaba por la pared de la derecha, ni los ruidos de mi padre, sus gemidos que venían de la habitación de al lado le importaban. Me senté en la poltrona y comencé a contarle todo lo que se me venía a la cabeza para distraerlo de los ruidos que hacía mi padre, de la barata de la pared, del polvo del sofá, de la mugre y el olor del departamento. Hablé sobre cómo en los días de enfermedad leía en la cama unas revistas de bromas, revistas danesas, ¿y sabes cómo conseguí esas revistas?, se las robé a mi papá, estaban escondidas en su cajón, no te las muestro porque se las presté a un amigo, un bandido que trabaja en un carrito en la Geneal de la playa, él se la mostró a otro un amigo que se masturbó con la revista en la mano, hay unas mujeres con unas piernas así y la cámara les tomó la foto justo aquí , bien aquí, amigo, cómo los tipos le sacaron esa foto a la mujer, es como para pajearse, la cámara cerca, y la mujer desnuda con las piernas en ésta posición, no estoy mintiendo, ya vas a ver, un día vas a ver, sólo que ahora la revista no la tengo yo, por eso es que te digo que enfermarse de vez en cuando es bueno, un día entero leyendo la revista, sin nadie que me moleste, sólo yo y mis revistas, nadie que te toque las pelotas, nadie, amigo, nadie.
Paré de hablar y Alfredito me miraba asustado, me miraba con cara de idiota, medio desconfiado, y no sé bien qué pasó por su cabeza cuando mi padre me llamó desde la otra habitación. Era la primera vez que mi papá me llamaba por el nombre; yo mismo me asusté cuando lo escuché, y me puse de pie atemorizado porque no quería que nadie supiera sobre mi padre, sobre mi secreto, sobre mi vida. Quería que Alfredito se fuera y que no volviese nunca más. Entonces me puse de pie y le dije que tenía cosas que hacer, y él se fue caminando de espaldas en dirección a la puerta, como si tuviese miedo de mí, y yo le decía que mañana voy a aparecer en el colegio, puedes decirle a la Directora que mañana converso con ella, y mi padre me llamó de nuevo con su voz agonizante, y mi padre me llamaba por primera por mi nombre y dije chao hasta mañana, y Alfredito dijo chao hasta mañana, y yo continuaba con el paño de plato en la mano y cerré la puerta bien rápido porque no aguantaba más a Alfredito ahí, y fui corriendo y vi que mi papá estaba con los ojos duros, mirándome, y me quedé parado en la puerta pensando en que necesitaba hacer algo, cualquier cosa, urgentemente.
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